Al salir de la Edad Media, el hombre de occidente parecía en vías de realizar al fin sus sueños y fantasías más vehementes. Se liberó de la autoridad de una iglesia totalitaria, del peso del pensamiento tradicional, de las limitaciones geográficas de un mundo apenas explorado. Descubrió la naturaleza y al individuo, y se dio cuenta de su propia fuerza, de su capacidad para convertirse en gobernante sobre la naturaleza y las circunstancias implantadas por el pasado. Se consideró, capaz de lograr una síntesis entre su nuevo sentido de la fuerza y la razón, y los valores espirituales de su legado espiritual humanista; entre la idea profética del tiempo mesiánico de paz y justicia a que habría de llegar la humanidad en su proceso histórico, y las teorías y ciencias de la tradición griega. Durante los siglos posteriores al Renacimiento y a la Reforma, construyó una nueva ciencia que a la postre condujo a la liberación de fuerzas productivas hasta entonces inauditas, y a la transformación total del mundo material. Se crearon sistemas políticos que parecían garantizar el desarrollo libre y productivo del individuo. Las horas de trabajo se redujeron a tal grado que el occidente dispone de tanto margen para el ocio como no podrían haber soñado sus antepasados.
Sin embargo, ¿dónde nos encontramos hoy en día?
El mundo está dividido en dos campos: el capitalista y el comunista. Ambos creen poseer la clave para la realización de las esperanzas humanas que alentaban las generaciones pasadas, y afirman que, aunque deben coexistir, sus sistemas son incompatibles.
¿Tienen razón? ¿No están ambos a punto de converger en un neofeudalismo industrial, en sociedades industriales dirigidas y manejadas por grandes y poderosas burocracias, en las que el individuo se convierte en un autómata bien alimentado, que se divierte mucho, que pierde, su individualidad, su independencia y su humanidad? ¿Debernos resignamos a abandonar la esperanza de un mundo de solidaridad y justicia, y a que este ideal se pierda en un vano concepto técnico de “progreso”, mientras podemos manejar la naturaleza y producir cada vez más artículos?
Nos preguntamos si no existe otra alternativa que la que ofrecen el industrialismo administrativo capitalista y el comunista. ¿No podríamos edificar una sociedad industrial en la que el individuo, conservara su papel de miembro activo, responsable, que controlara las circunstancias, en lugar de ser dominado por éstas? ¿Acaso la riqueza económica y las aspiraciones humanas son verdaderamente incompatibles?
Además, estos dos campos no sólo compiten en economía y política, sino que uno al otro se amenazan con el arma del miedo y a un ataque atómico que aniquilaría a ambos, y quizá a toda la civilización. Cierto: el hombre ha creado la bomba atómica, una de las mayores proezas de inteligencia; pero ha perdido el dominio de su invento. La bomba se ha vuelto su amo, las fuerzas de su propia creación se han convertido en su peor enemigo.
¿Hay aún tiempo para dar marcha atrás? ¿Será posible lograr un cambio y llegar a dominar las circunstancias, en vez de dejar que éstas nos gobiernen? ¿Podremos superar las hondas raíces de la barbarie que nos impulsan a solucionar los problemas de la única manera en que no pueden resolverse: por la fuerza, la violencia y la muerte? ¿Seremos capaces de salvar el abismo que existe entre nuestros enormes logros intelectuales y nuestro atraso emocional y moral?
A fin de contestar estas, preguntas, se necesita hacer un examen más detallado de la actual posición del hombre occidental.
Para la mayoría de los norteamericanos el éxito de nuestra forma de organización industrial parece evidente y arrollador. Las nuevas fuerzas productivas (vapor, electricidad, petróleo y energía atómica) y las nuevas formas de organización del trabajo (planeación central, burocratización, aumento de la división del trabajo, automatización, etc.) han creado una riqueza material en los países más industrializados, lo que ha eliminado la pobreza extrema en que la mayoría de los habitantes vivía hace cien años.
En los últimos cien años, las horas de trabajo se han reducido de 70 a 40 por semana, y, al aumentarse la automatización, una jornada de trabajo que se vuelve cada vez más corta puede dar al hombre una cantidad increíble de horas de descanso. Se imparte educación básica a todos los niños, y educación superior a un porcentaje muy considerable de la población total. El cine, la radio, la televisión, los deportes, los pasatiempos, ocupan muchas de las horas que el hombre actual dispone para descansar.
Se diría que por primera vez en la historia una inmensa mayoría del mundo occidental -y pronto todos, los hombres en aquél- estarán principalmente preocupados por vivir en vez de estarlo por la lucha por la vida. Parecería que los sueños más preciosos de nuestros antepasados están a punto de realizarse, y que el mundo occidental ha encontrado al fin la respuesta a la cuestión de “qué es la buena vida”.
Mientras que la mayor parte de Norteamérica y Europa Occidental comparte este punto de vista, un número cada vez mayor de gente reflexiva y sensible nota los defectos de este seductor panorama. Han observado, en primer lugar, que aun dentro del país más rico del mundo, los Estados Unidos, casi una quinta parte de la población no participa de la “buena vida” de la mayoría; y que un número considerable de nuestros conciudadanos no ha alcanzado el nivel de vida material que es la base para una digna existencia humana. Los espíritus críticos saben, además, que más de las dos terceras partes de la raza humana, los que durante siglos sufrieron el colonialismo occidental, tienen un nivel de vida 10 o 20 veces más bajo que nosotros, y como promedio de vida la mitad del de un norteamericano medio.
A ellos también les sorprenden las contradicciones irracionales que obstruyen nuestro sistema. Mientras que hay millones de personas en nuestro propio medio, y cientos de millones en el extranjero, que no tienen suficiente para comer, nosotros restringimos la producción agrícola, y además, gastamos cientos de millones cada año para almacenar nuestros excedentes. Tenemos abundancia, pero no lozanía. Somos ricos, pero disfrutarnos de menos libertad. Consumimos más, pero estamos más vacíos. Poseemos más armas atómicas, pero estamos más indefensos. Tenemos mayor educación, pero menos juicio crítico y convicciones. Hay más religión, pero nos volvemos más materialistas. Hablamos de la tradición americana que es, de hecho, la tradición espiritual del humanismo radical; sin embargo llamamos “no americanos” a los que tratan de aplicar ésta a la sociedad actual.
Aunque nos conformemos, como muchos, con suponer que es sólo cuestión de unas cuantas generaciones para que el occidente, y finalmente todo el mundo alcance la abundancia económica, se impone preguntar: ¿Cuál es la situación del hombre, y a dónde llegará si continúa en la ruta que nuestro sistema industrial ha trazado?
A fin de comprender cómo esos cambios, con los que nuestro sistema pudo resolver algunos de sus problemas económicos, están encaminados cada vez más a fracasar en la solución del problema humano, es necesario examinar los aspectos que caracterizan al capitalismo del siglo XX.
La concentración del capital condujo a la formación de empresas gigantescas, manejadas por burocracias organizadas jerárquicamente. Grandes aglomeraciones de obreros trabajan juntos como parte de la inmensa maquinaria de la producción organizada, la cual para poder funcionar debe hacerlo uniformemente, sin fricción ni interrupción. El trabajador o el empleado se convierten en un diente del engranaje de esta maquinaria; su trabajo y sus actividades las determina la estructura total de la organización en que trabaja. En las grandes empresas, la propiedad legal de los medios de producción se ha separado de la dirección y ha perdido su importancia. Las grandes empresas están dirigidas por una administración burocrática que no es propietaria legal de la empresa, sino social. Estos administradores no tienen las cualidades del antiguo propietario: iniciativa individual, osadía, atrevimiento, sino las del burócrata, falta de individualidad, impersonalidad, precaución, falta de imaginación. Manejan cosas y personas, y se relacionan con las últimas como si ellas fueran objetos. Esta clase administrativa, aunque no es legalmente dueña de la empresa, de hecho la controla. No es responsable (en una manera efectiva) ni ante los accionistas, ni ante los que trabajan en la empresa. Aun cuando los campos más importantes de la producción están en manos de grandes compañías, en realidad éstas son manejadas por sus funcionarios principales. Las inmensas compañías que controlan el destino del país, y, en un alto grado, el Político, constituyen lo opuesto al sistema democrático: representan el Poder sin el control de los gobernados,
La gran mayoría de la población es administrada por otras burocracias, además de la industrial. Ante todo por la gubernamental (incluyendo la de las fuerzas armadas) que dirige e influye sobre las vidas de millones de personas, en una forma u otra. Las burocracias (industrial, militar y gubernamental) se parecen en sus actividades, y cada vez más en su personal. Con el desarrollo de empresas más y más grandes, los sindicatos también se han convertido en enormes maquinarias en las que el afiliado tiene muy poco que decir. Muchos jefes de sindicato son burócratas administrativos, igual que los dirigentes de industrias.
Todas estas burocracias no tienen ningún plan ni visión. Y no podría ser de otro modo, dada la naturaleza de semejante administración burocrática. Cuando el hombre se transforma en una cosa y es manejado como tal, sus mismos directores se convierten en cosas; y éstas no tienen voluntad, ni visión, ni plan.
Al ser manejado el individuo burocráticamente, el proceso democrático se transforma en un ritual. Ya sea en una junta de accionistas, en una gran empresa, en unas elecciones políticas, o en la junta de un sindicato, el individuo ha perdido casi toda su capacidad para tomar decisiones y para participar activamente en la formulación de éstas. Especialmente en la esfera política, las elecciones se reducen cada vez más a plebiscitos en donde el individuo puede expresar su preferencia entre dos candidaturas de políticos profesionales, y lo más que puede decirse es que lo están gobernando con su consentimiento. Pero los medios de conseguir esa conformidad son la sugestión y los manejos. Por esto las decisiones fundamentales -las de la política exterior que entrañan la paz y la guerra- son tomadas por pequeños grupos que el ciudadano medio apenas conoce.
Las ideas políticas de la democracia, tal como los fundadores de los Estados Unidos las concibieron, no eran solamente políticas. Estaban arraigadas en la tradición espiritual que proviene del mesianismo profético, de los Evangelios, del humanismo, de los grandes filósofos de la Ilustración de los siglos XVII y XVIII. Los conceptos espirituales de igualdad, justicia y fraternidad humanas, son la base del sistema democrático americano. Pero estos conceptos políticos han perdido ahora sus raíces espirituales. Se han convertido en asunto de “eficacia”; se juzga sólo si sirven para elevar el nivel de vida y para mejorar la administración política. Al perder su arraigo en el corazón y en los anhelos del hombre, han degenerado en un cascarón vacío que puede desecharse si así lo justifica la efectividad técnica.
El individuo no sólo es controlado y manejado en la esfera de la producción, sino también en la del consumo, en la que se pretende que manifiesta sus preferencias libremente. En el consumo de comida, ropa, licores, cigarrillos, o de programas de cine y televisión, se emplea un poderoso mecanismo de sugestión con dos propósitos: primero, fomentar constantemente el deseo del individuo por nuevos artículos; y, segundo, dirigir ese apetito hacia los campos más beneficiosos para la industria.
El volumen de las inversiones en la industria de artículos para el consumidor y la competencia entre unas cuantas empresas gigantescas, hacen incluso necesario que el consumo no se deje al azar, ni que el consumidor decida libremente si desea comprar, y qué es lo que quiere. Sus deseos tienen que ser siempre estimulados, sus gustos controlados, dirigidos, y previstos. El hombre se convierte en “el consumidor” en el eterno lactante, cuyo solo deseo es consumir más y “mejores” cosas.
Si bien nuestro sistema económico ha enriquecido al hombre en lo material, lo ha empobrecido en lo humano. A pesar de toda la propaganda y los lemas acerca de la fe que el mundo occidental tiene en Dios, de su idealismo, de su preocupación por el espíritu, nuestro sistema ha creado una cultura y un hombre materiales. Durante ocho horas de trabajo, el individuo es tratado como si fuera parte de un equipo de producción, y durante ocho horas de ocio es instigado e inducido a que se convierta en el consumidor perfecto, al que le gusta lo que le indican; pero que tiene la ilusión de seguir sus propios gustos. Constantemente se le machaca con lemas, sugestiones, voces irreales que lo privan del último resto de realismo que pudiera conservar aún. Desde la infancia se le combaten sus verdaderas convicciones. Existe poco criterio y pocos sentimientos reales, por esto sólo la conformidad con el grupo puede salvar al hombre de un sentimiento insoportable de soledad y desamparo. El individuo no se siente portador activo de sus propias potencias y su riqueza interior, sino como una “cosa” empobrecida, dependiente de fuerzas exteriores, en las cuales ha proyectado su esencia vital. El hombre está enajenado de sí mismo, y se inclina ante el trabajo de sus propias manos. Se inclina ante las cosas que produce, ante el Estado, ante los jefes que él mismo elige. Su propia obra, en vez de ser controlada por él, se convierte en una fuerza extraña que lo vigila y se le enfrenta. Más que nunca en la historia la unificación de nuestra producción en una fuerza objetiva superior a nosotros, fuera de nuestro control, que defrauda nuestras ilusiones, que aniquila nuestros cálculos, es uno de los principales factores cue determinan nuestro desarrollo. El hombre moderno ha hecho de sus productos, de sus máquinas, del Estado, ídolos que cifran su propia vida en una forma enajenada.
Es indudable que Marx tenía razón al afirmar que “el lugar de todos los sentidos físicos y mentales ha sido usurpado por la auto-enajenación de todos éstos, por la sensación de poseer.... La propiedad privada nos ha vuelto tan estúpidos e impotentes que las cosas sólo llegan a ser nuestras si las tenemos, o sea si existen para nosotros como capital y las poseemos, las comemos, las bebemos, esto es, las usamos. Somos pobres a pesar de nuestra riqueza, porque tenemos mucho pero somos poco”.
Como resultado de esto, el hombre medio se siente inseguro, solo, deprimido, y es infeliz aun en la abundancia. La existencia, no tiene sentido para él; confusamente se da cuenta de que el significado de la vida no reside en ser sólo un “consumidor”. No podría soportar la infelicidad y el vacío de la vida, si el sistema no le ofreciera continuamente medios de escape, desde la televisión hasta los tranquilizantes, que le permiten olvidar que cada vez se aleja más de lo que tiene de valioso la existencia. A pesar de todos los lemas en contrario, nos estamos acercando rápidamente a una sociedad gobernada por burócratas que administran a un “hombre-masa”, bien alimentado, cuidado, deshumanizado y deprimido. Producimos máquinas que son como hombres, y hombres que son como máquinas. Lo que más se le criticaba al socialismo hace cincuenta años -que conduciría a la uniformidad, a la burocratización, a la centralización y a un materialismo sin espíritu- es una realidad del capitalismo de hoy. Hablamos de libertad y democracia; sin embargo un grupo cada vez mayor de personas tiene miedo de la responsabilidad de la libertad, Y prefiere la esclavitud del robot bien alimentado. No tienen fe en la democracia y se contentan con dejar que los políticos expertos tomen las decisiones.
Hemos creado un vasto sistema de comunicación por medio de la radio, la televisión y los periódicos. Sin embargo, en vez de conocer la realidad política y social, la gente está adoctrinada y mal informada.
El lenguaje equívoco se ha convertido en la regla en los países de libre empresa, así como en los de sus contrarios. Los últimos llaman “democracia del pueblo” a la dictadura, los primeros llaman a ésta “pueblo amante de la libertad” si es su aliada política. La posibilidad de que cincuenta millones de norteamericanos puedan morir en un ataque atómico se toma como “riesgos de guerra” y se hace alarde de la victoria; cuando se piensa cuerdamente, se ve claro que no puede haber triunfó para nadie en un holocausto atómico.
La educación, tanto primaria como superior, ha alcanzado la cima. Sin embargo, cuanta más educación tiene la gente, tiene menos razón, juicio y convicción. Cuando mucho habrá mejorado su inteligencia; pero su raciocinio (que es la capacidad de penetrar a través de la superficie y entender los móviles subyacentes de la vida individual y social) se ha empobrecido más. El pensamiento se separa más del sentimiento, y el hecho mismo de que la gente tolere la amenaza de la guerra atómica que se cierne sobre la humanidad indica que el hombre moderno ha llegado a un punto en el que su salud mental debe ponerse en duda.
En vez de ser el amo de las máquinas que ha construido, el hombre se ha convertido en su sirviente. Pero él no ha sido creado para ser una cosa, ni aun satisfaciendo sus necesidades de consumo es posible mantener siempre inactivas sus fuerzas vitales. Sólo tenemos una alternativa: dominar de nuevo las máquinas convirtiendo la producción en un medio, no en un fin, utilizando ésta para el desenvolvimiento del hombre. De otra manera, las energías vitales reprimidas se manifestarán en forma caótica y destructiva. El individuo preferirá destruir la vida antes que morir de aburrimiento.
¿Podemos considerar a nuestra forma de organización social y económica responsable de esta situación? Como se apuntó antes, nuestro sistema industrial (su forma de producción y consumo, las relaciones humanas que fomenta) origina, precisa-mente, la situación humana que se ha descrito. No porque quiera crearla, ni por malas intenciones de los individuos, sino porque el carácter del hombre medio se forma por las costumbres que le impone la estructura social.
Es indudable que el capitalismo del siglo XX ha tomado una forma muy diferente a la del siglo XIX. Es tan distinto que se vacila aun en aplicar el mismo término a ambos sistemas. La enorme concentración de capital en empresas gigantescas, la creciente separación entre la administración y la propiedad, la existencia de poderosos sindicatos, los subsidios estatales para la agricultura y otros sectores de la industria, el principio de “el Estado benefactor”, el control de precios y la economía dirigida, y otros muchos aspectos, distinguen radicalmente al capitalismo del siglo XX del anterior. Sin embargo existen (no importa los términos que utilicemos) ciertos factores básicos tanto en el viejo como en el nuevo capitalismo: el principio de que no es la solidaridad y el amor, sino la acción individualista y egoísta lo que da mejores resultados para todos; la creencia de que un mecanismo impersonal –el mercado- debe regir la vida de la sociedad, en vez de la voluntad, la visión y la planeación. El capitalismo coloca a las cosas -el capital- por encima de la vida -el trabajo-. La posesión, no la actividad, confiere el poder.
El capitalismo contemporáneo añade obstáculos al desarrollo del hombre. Necesita equipos de obreros, empleados, ingenieros, consumidores que funcionen de manera eficaz. Sucede así porque las grandes empresas regidas por burocracias requieren de este tipo de organización y de hombres, organizados que se adapten a ella. Nuestro sistema tiene, que crear gente que se ajuste a sus necesidades, y (en un gran número) que coopere eficazmente, que quiera consumir cada vez más; pero que sus gustos sean uniformes y puedan ser fácilmente influidos y previstos. Necesita individuos que se sientan libres e independientes no sujetos a ninguna autoridad o principio de conciencia, y que sin embargo, estén dispuestos a dejarse manejar, a hacer lo que se espera de ellos, a amoldarse sin fricciones a la maquinaria social, que puedan ser guiados sin recurrir a la fuerza, dirigidos sin dirigentes, impulsados sin ninguna finalidad, excepto cumplir el deber, moverse, seguir adelante.
La producción se basa sobre el principio de que una inversión de capital debe producir ganancias, en vez de que las necesidades de la gente determinen lo que debe ser producido. Ya que la radio, la televisión, los libros, las medicinas, están sujetos al principio de ganancias, se induce a la gente hacia un tipo de consumo que a menudo es dañoso para el espíritu, y algunas yaces hasta para el cuerpo.
El fracaso de nuestra sociedad para satisfacer las aspa-raciones humanas arraigadas en nuestras tradiciones espirituales, tiene consecuencias inmediatas para los dos temas de discusión más vehementes de nuestro tiempo: la paz y la búsqueda de la igualdad entre la riqueza del occidente y la pobreza de las dos terceras partes de la humanidad.
La enajenación del hombre moderno, con todas sus consecuencias, le dificulta resolver este problema. Debido a que adora las cosas y ha dejado de rendir culto a la vida, tanto a la propia como a la de sus semejantes, el individuo no sólo desconoce los principios morales, sino que ni siquiera piensa racionalmente en beneficio de su propia supervivencia. Es indudable que el armamento atómico conducirá a la destrucción universal, y que la división entre las naciones pobres y las ricas provocará abusos violentos y dictaduras. Sin embargo sólo se llevan a cabo tentativas mezquinas, y, por lo tanto, fútiles para resolver estos problemas. Parece que deseamos probar que los dioses ciegan a aquellos a quienes quieren destruir.