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Existe una bronca silenciosa, que de a poco va convirtiéndose en clamor: “¡Hasta cuándo el Gobierno fomentará la vagancia, distribuyendo subsidios a través de los planes trabajar, jefes de hogar, asignaciones universales, etc.!”. Es cierto que mientras muchos encuentran la posibilidad de tener trabajo como una bendición de los dioses, muchos otros se aferran al concepto bíblico -maldición y castigo- “ganarás el pan con el sudor de tu frente” o al mismo sentido etimológico de la palabra que deriva de un instrumento de tortura (“tripalium”). Un pensador norteamericano (Adrian Roger) sintetizaba, con singular claridad, la situación planteada: “Todo lo que una persona recibe sin haber trabajado para obtenerlo, otra persona deberá haber trabajado para ello, pero sin recibirlo.
El Gobierno no puede entregar nada a alguien, si antes no se lo ha quitado a alguna otra persona. Cuando la mitad de las personas llegan a la conclusión de que ellas no tienen que trabajar porque la otra mitad está obligada a hacerse cargo de ellas, y cuando esta otra mitad se convence de que no vale la pena trabajar porque alguien les quitará lo que han logrado con su esfuerzo, eso, mi querido amigo, es el fin de cualquier Nación”.
Un caballito de batalla
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha convertido el slogan “Trabajo Decente” en su caballito de batalla durante la última década. La primera utilización expresa y formal de la expresión trabajo decente en la OIT y en las ciencias del trabajo se daría en la “Memoria del Director General a la Conferencia Internacional del Trabajo de 1999”. Allí aparece una primera definición: “Trabajo productivo en condiciones de libertad, equidad, seguridad y dignidad, en el cual los derechos son protegidos y que cuenta con remuneración adecuada y protección social”. Cincuenta años antes, durante los dos primeros gobiernos del general Perón (llamado demagogo y populista), éste convirtió la expresión “El trabajo dignifica” en un dogma del justicialismo, procurando que todos los argentinos tuvieran un trabajo decente. Y si algo odiaba Eva Perón eran la limosna, la dádiva, el subsidio.
El Gobierno argentino, por medio de la Ley Nº 25.877, dispuso que: “el Ministerio de Trabajo promoverá la inclusión del concepto de trabajo decente en las políticas públicas nacionales, provinciales y municipales. A tal fin, ejecutará y promoverá la implementación, articulada con otros organismos nacionales, provinciales y municipales, de acciones dirigidas a sostener y fomentar el empleo, reinsertar laboralmente a los trabajadores desocupados y capacitar y formar profesionalmente a los trabajadores”. Hace pocos días (el 15 de enero) el Poder Ejecutivo nacional declaraba, solemnemente, a 2011 como el “año del trabajo decente”. Paralelamente en otro documento, se reconocía que actualmente se presentan: “Trabajos en condiciones precarias, en ambientes insalubres, sin protección y sin regulación, con exclusiones discriminatorias, que señalan un déficit de trabajo decente. Es la precarización laboral: extensas jornadas de trabajo, en negro, por salarios variables y muchas veces por debajo de los mínimos legales, con discriminación, en condiciones sanitarias y de espacio de alto riesgo, que se traducen en un incremento de los accidentes de trabajo.
La crisis de un modelo
Estas situaciones no son hechos aislados, propios de alguna rama de la producción o de determinada zona geográfica. Por el contrario, se trata de un fenómeno creciente y general que se está dando con especial intensidad desde fines de los años ochenta: un modelo de economía que no requería demasiada mano de obra junto con elevados índices de desocupación, que se instalaron al promediar los noventa y se consolidaron como la principal ventaja competitiva de las empresas. La incorporación de tecnología y la flexibilidad laboral han profundizado aún más el deterioro de las condiciones laborales. Hace tres días, a raíz de una de esas extrañas inspecciones de la AFIP, con llamativas peculiaridades de tiempo (preelectoral), lugar (campo), personas (candidatos o allegados), se detectó trabajo en negro en dos fincas del sur de la provincia. Uno de los productores rurales manifestó que la mayoría de los trabajadores se negaban a ser registrados, porque implicaba para ellos la pérdida de los planes sociales. Técnicamente no es una excusa para el empleador, pero es una realidad que se puede constatar en cada rincón del interior profundo de nuestro país.
Son mayoría los finqueros que quieren tener regularizados a sus trabajadores, y no pueden. Desde un cómodo despacho con vista al Río de la Plata, resulta difícil que un funcionario comprenda el problema laboral agrario, ya que su mayor experiencia campera es introducirse en los bosques de Palermo y toman como turismo de aventura visitar, una vez al año, el predio de la Sociedad Rural Argentina. Pero, cabe preguntarse, ¿son culpables esos trabajadores que se niegan a registrarse? Obviamente, no. Por lo pronto, están varios escalones más arriba que aquellos que optan por vivir del subsidio sin trabajar. Pero, aun éstos ¿son culpables?